El conjunto de reinos y territorios que formaron la Monarquía hispana, a partir del siglo XVI, optó por la Corte como elemento de articulación. Semejante forma de configuración política propició una serie de características que no siempre se han tenido en cuenta, a saber: por una parte, la agregación y yuxtaposición de reinos llevó consigo la multiplicidad de Casas Reales, dado que al ser éstas los elementos desde donde se articularon políticamente los reinos, al conservar su autonomía, tuvieron que mantener también sus respectivas Casas aunque no residiese el rey en ellas; pero además, se deduce que, cualquier cambio efectuado en las estructuras de las Casas Reales repercutió ineludiblemente en la organización de la Monarquía.

     En uno de los numerosos memoriales que se redactaron al comenzar el reinado de Fernando VI (1746-1759) con motivo de la reforma y supresión de las diferentes Casas Reales que se llevaron a cabo durante esa época, se escribió la siguiente anotación: “La Casa Real de Borgoña tuvo este nombre hasta la planta del año 1749 en la que por el capítulo 4º se mandó que, cesándole éste, se la nombrase en adelante Casa del Rey”. De tan contundente sentencia, se deduce que la Casa Real de la Monarquía Hispana durante la Edad Moderna (es decir, tanto en tiempos de la dinastía Austria, 1517-1700, como en la de los Borbones, desde 1700 hasta 1749) tuvo como modelo de servicio la Casa de Borgoña. Ciertamente, durante tan largo período de tiempo, las ordenanzas y etiquetas del modelo borgoñón experimentaron diversas modificaciones e, incluso, se crearon algunas nuevas en consonancia con la evolución política de los tiempos y las necesidades económicas de la Monarquía.




The whole of the kingdoms and territories that composed the Hispanic Monarchy from the XVI century on, chose the Court as its joining element. Such a political configuration implied a series of characteristics which have not always been taken in account; on the one hand, the aggregation and juxtaposition of the different kingdoms led to a multiplicity of royal households, which were the elements that organized the kingdoms politically. Since these preserved their autonomy, they kept their respective households, even though the kings resided elsewhere. On the other hand, it must be noticed that every change occurring in the constellation of these households had unavoidable repercussions on the organization of the Spanish monarchy itself.

    In one of the numerous memorials that were written at the beginning of the reign of Ferdinand VI (1746–1759) regarding the reform and the abolition of the different royal households which were effected at that time, the following annotation was written: “La Casa Real de Borgoña tuvo este nombre hasta la planta de 1749 en la que por el capítulo 4º se mandó que, cesándole este, se la nombrase en adelante Casa del Rey” [The royal Burgundian household was called this way until the planta of 1749 in which was ordered by the 4th chapter that this name had to be eliminated, to be called from then on the Household of the King]. From such a forceful statement can be deduced that the royal household of the Spanish monarchy in the Modern Age (that is to say, both in the times of the dynasty of the Habsburgs, 1515–1700, and in the times of the Bourbons, 1700-1749) the household of Burgundy served as a model. Certainly, during such a long period of time, the ordinances and etiquettes of the Burgundian model experienced several alterations and even some new ones were created in accordance with the political evolution of the times and the economic necessities of the monarchy.


     La entidad política que se conocería como la “Monarquía hispana” comenzó con la unión de las Coronas de Castilla y Aragón, a finales del siglo XV, tras el matrimonio de Isabel y Fernando (1469), conocidos como los Reyes Católicos. Ambas Coronas habían estructurado sus propias Casas Reales desde hacía mucho tiempo y no desaparecieron ni se fusionaron cuando se produjo la unión, aunque Castilla se erigió en el reino que iba a liderar la misma, lo que se tradujo en la adopción de su Casa (menos evolucionada institucionalmente que la de Aragón) como modo de servicio de la nueva entidad política.
     La prematura muerte del joven príncipe Juan en 1497, motivó que su Casa se disolviera;  de esta manera, la de la reina Isabel quedó establecida como la única del reino de Castilla. Tras la muerte del príncipe don Miguel (1500), nieto de los Reyes Católicos, el trono castellano recayó en Juana, quien con su esposo, Felipe el Hermoso, se presentó en Castilla para ser jurada heredera en las Cortes de Toledo de 1502.  Cuando llegaron a Toledo, su Casa, regida según el estilo borgoñón, se hallaba compuesta por más de 400 oficiales. Era la primera vez que el estilo de Borgoña se conocía en Castilla, mientras que su mujer mantenía su Casa castellana, tal como se la habían impuesto sus padres, en 1496, para ir a Flandes a contraer matrimonio con el duque flamenco. La situación (dualidad de Casas Reales) se volvió a repetir tras la muerte de Isabel la Católica (1504), cuando Juana fue jurada reina de Castilla, junto con don Felipe como su legítimo esposo, en las Cortes de Valladolid de 1506. Para ganarse la adhesión política de las elites castellanas, Felipe recurrió a introducirlas en su Casa de Borgoña.


     La repentina muerte del duque flamenco motivó que la Casa de Borgoña desapareciese de Castilla, quedando únicamente Juana con su servicio. Ahora bien, dada la delicada situación mental que atravesó tras la muerte de su esposo, Fernando el Católico se hizo cargo del gobierno (1507) mientras recluía a su hija en Tordesillas. El rey Fernando muy pronto se percató de que, para regentar Castilla en paz y sosiego, era imprescindible hacerlo desde su propia estructura política, esto es, desde su propia Casa Real y dividió los servidores que componían la Casa de Castilla: la mitad de ellos los dejó con su hija Juana,  mientras que el resto de oficiales se los llevó consigo para que le sirvieran, juntamente con los de su Casa de Aragón.


     Cuando el futuro Carlos V llegó a Castilla para tomar posesión de los reinos peninsulares, se encontró con dos Casas Reales plenamente organizadas (Castilla y Aragón), tal como habían quedado a la muerte de su abuelo, a la que habría que unir la suya de Borgoña. Esta, además de ser mucho más extensa que la de Castilla, estaba servida por flamencos, por lo que los castellanos, que habían ocupado los cargos principales del reino y de la Casa castellana durante la regencia de Fernando el Católico, se apresuraron a salir a su encuentro y ofrecerse para servirlo. Sin embargo, Carlos sólo buscó concierto en la Casa de Castilla, pues en su mente no había duda de que sus  consejeros y su servicio debían ser borgoñones; por eso, tras promulgar unas ordenanzas con las que se adecentaba y daba dignidad a la mitad de la Casa de Castilla que servía a la reina Juana en Tordesillas, el propio Carlos añadió a su séquito –como había hecho Fernando el Católico- la otra mitad; no obstante, mientras en tiempos del viejo Rey aragonés, este servicio y sus oficiales tenían un papel protagonista en la toma de decisiones políticas, con el joven Carlos, los oficiales de la Casa castellana eran meros acompañantes


     Tras la derrota del movimiento comunero y el regreso de Carlos V a Castilla, comenzaron las especulaciones sobre la organización política que se debía dar al conjunto de reinos y territorios que iba a gobernar Carlos y sobre la reforma de las Casas Reales. Durante el verano de 1523, se procedió a reformar la Casa de Castilla, aumentando sueldos y gajes de sus servidores y reconociendo el protagonismo político y el servicio de integración que dicha Casa constituía para las elites castellanas, por lo que asumió ciertos módulos dentro de su servicio de manera activa junto a los de su Casa de Borgoña. Pero además, Carlos se comprometió a introducir a personajes castellanos en el servicio de la Casa de Borgoña, de modo que dicha casa se fuera “hispanizando”.


     Pergeñado el modelo, en 1535 se puso servicio a la castellana al príncipe Felipe en 1535, dado el poderío del reino de Castilla en el conjunto de territorios del Imperio y de la influencia de sus elites en el entorno del emperador. Sin embargo, los jerarcas de los demás reinos no se mostraron muy conformes y el propio Carlos V así lo entendió, por lo que en el verano de 1548, ante el inminente viaje que el príncipe Felipe iba a realizar por Europa para visitar los reinos y territorios que pronto iba a heredar, ordenaba que se le estableciera Casa de Borgoña, con la premisa básica de que la Casa de Castilla, que hasta entonces venía sirviendo al príncipe, no podía desaparecer; es decir, Carlos V prorrogaba el mismo complicado sistema de servicio que él había heredado y que le había dado tan buen resultado para mantener unidos sus heterogéneos reinos. Efectivamente, la precisa articulación que tenía la Casa de Borgoña (estampada en sus ordenanzas) y la diversidad de modelos de servicios tanto para el monarca como para los miembros de su familia, permitieron a Felipe II integrar las elites de todos los reinos y territorios heredados con la dinastía, dentro de una nueva organización política: la Monarquía hispana.


     Sin embargo, tras el asiento definitivo de la Corte en Madrid en 1561, pronto se observó que las elites castellanas iban a tener un lugar preeminente, imponiéndose sobre aquellas facciones cuyas ideas políticas defendían intereses o planteamientos foráneos. Así, en la Casa del rey, los cargos principales pronto cayeron en manos de una elite castellana cuyos ideales políticos defendían la preeminencia de Castilla sobre el resto de los reinos y la imposición de una intransigencia religiosa. En las Casas de los demás miembros de la familia real se colocaron las facciones castellanas y las de otros reinos que defendían una composición de la Monarquía más plural y una ideología religiosa menos rígida y más personal.


     A partir de entonces, Felipe II inició el proceso de Confesionalización en todos sus reinos, imponiendo el catolicismo según la ideología del partido “castellano”, la cual provocó la “institucionalización” de la Monarquía. Uno de los elementos esenciales de este proceso fue la organización de la Corte, en donde se crearon nuevas instituciones y se reformaron las Casas Reales como entidades políticas fundamentales para la articulación del poder real en el reino. Felipe II, además de completar el sistema polisinodial (creación de nuevos Consejos), fijó de manera definitiva el modelo de Casa de la Monarquía hispana tanto para el rey como para la reina: en 1570 ordenó hacer ordenanzas para la Casa de la nueva reina, Ana de Austria, tomando como inspiración el estilo castellano; pocos años después (en 1575),  urgía a Juan Sigoney que copiara las ordenanzas de la Casa de Borgoña del Emperador con el fin de que sirvieran de modelo para su propia casa. Esta vez, las elites castellanas no tuvieron ningún problema en aceptar el nuevo modelo de servicio, toda vez que los cargos principales fueron ocupados por miembros de dicha elite. De esta manera, Felipe II construyó la Monarquía hispana con entidad propia, pero, contradictoriamente, el modelo “oficial” de Casa era el de la dinastía (Casa de Borgoña) en vez de la del reino (Castilla) que había contribuido a articularla.


     El reinado de Felipe III puso de manifiesto las contradicciones que se habían fraguado en tiempos de su padre. Los miembros de la facción castellana, desplazados del poder en ése momento, comenzaron a protestar ante los cambios, defendiendo la necesidad de recuperar la Casa de Castilla como principal. Simultáneamente, aparecieron manifestaciones despectivas hacia el servicio borgoñón, al que se tachó de “bárbaro” y “extranjero”. La crítica se hacía más agria contra la Casa de Borgoña, toda vez que la política desplegada por la Monarquía exigía una alta fiscalidad que perjudicaba gravemente la economía del reino, precisamente, cuando las elites castellanas habían sido desplazadas de los cargos cercanos al monarca, lo que significaba la imposibilidad de intervenir en las decisiones políticas. De este modo, al comenzar el siglo XVII se extendió una opinión común de regenerar Castilla, que era el corazón de la Monarquía y si desfallecía, provocaría la enfermedad de toda la Monarquía. Los historiadores se han centrado en demostrar que los achaques de Castilla eran eminentemente económicos, pero estos males lo padecían todas las Monarquías europeas de la época; las condiciones de salud de la Monarquía hispana eran más alarmantes: estaba cambiando las estructuras en las que estaba basada desde los tiempos de Carlos V y Felipe II.


     Se produjo un desmedido afán por reducir gastos en la Casa Real, lo que desató una fiebre por reglamentar los oficios, prácticas y ceremonias de la Casa de Borgoña, mientras que la de Castilla quedaba sin tocar. De acuerdo con esto, parecía ineludible realizar nuevas ordenanzas que –sin tocar la Casa de Castilla- ahorrasen presupuesto en la Casa de Borgoña. Sin embargo, Felipe III murió antes de poder llevarlas a cabo.


     Sería por tanto su hijo quien iniciara el proceso a través de una Junta encargada de reformar la Casa de Borgoña, que daría cómo fruto las ordenanzas de 1624, que buscaban devolver la misma a los tiempos de Felipe II en cuanto a número de componentes y gajes de los mismos, además de buscar el ahorro. En realidad, semejante práctica servía más para ejemplo ante las elites urbanas, a quienes se les pedía reiteradamente subir los servicios que pagaban, que para recaudar una sustanciosa cantidad de dinero; ahora bien, el recorte de gastos y la supresión de oficios en el servicio real llevaba aparejado las quejas y el malestar de nobles y demás elites del reino que veían alejarse su posibilidad de integración, calificando la Corte de la Monarquía durante el valimiento del Conde-Duque como una “corte de caballeros”. Y es que, las necesidades del monarca para mantener sus estados y territorios y ejecutar su política exterior, le inducía a tomar una serie de medidas que destruían el modelo de organización política en la que se había articulado la Monarquía hispana con Carlos V y Felipe II, basado en la “integración” de las elites de los diversos reinos en su servicio.


     A pesar de todo, el Conde Duque de Olivares se embarcó en una política de recortes de gastos en las Casas Reales, que le llevó a revisar el cumplimiento de las Ordenanzas de 1624. Con este fin creó una nueva Junta en 1627, que se reunió periódicamente para examinar el grado de cumplimiento, pero no se consiguió un ahorro significativo; es mas, era mucho mayor y tenía más trascendencia la ruptura de la articulación política de la Monarquía que se estaba produciendo al aplicar tan drásticas medidas económicas, pues la función integradora que habían cumplido las Casas Reales y el servicio al monarca para las elites de los reinos desaparecía. Debido a ello, la reforma de 1631 no iría dirigida a reducir el número de oficiales y sus salarios, si no las raciones y número de platos que recibían, y las de 1635-36 a menguar el número de pensiones con la reforma de la Cámara. Tales medidas destruían la articulación política en la que se había basado la unión de la Monarquía y hacía que el monarca apareciera como un mal pater familias, al no premiar el mérito y el servicio que le prestaban sus súbditos.


     La caída del poder de Olivares en enero de 1643, no remedió la situación económica de la Monarquía ni mejoró la hacienda de la Casa Real, pero calmó los ánimos en cuanto a que los nobles desplazados del entorno del monarca pudieron volver a la Corte. Por eso, las soluciones que propusieron para evitar la quiebra económica de las Casas Reales no fueron originales: por una parte, se intensificó el control de los gastos de la cámara y de los oficios domésticos del rey; por otra, toda la legislación (sobre los oficios y sobre el gasto) que se había promulgado durante el reinado, se recopilaron formando las Ordenanzas de 1647, publicadas en 1651. Con todo, la reducción de gastos llevó a pensar lógicamente que había que reducir otras Casas que carecían –en apariencia- de funcionalidad por repetición de oficios, tal era el caso de la de Castilla. El primer intento serio de suprimirla o, al menos, reformarla data de 1644, pero, cómo ya se estudió en el Congreso organizado por esta Universidad en 2009 sobre la Casa de Castilla y que dio cómo fruto los dos volúmenes Evolución y estructura de la Casa Real de Castilla, las reflexiones del rey impidieron su desaparición, pero no su profunda modificación. La Casa de Castilla se convirtió en un apéndice molesto del servicio real, cuyos servidores no tuvieron ninguna relevancia en el gobierno de la Monarquía.


     La nueva dinastía de los Borbones no cambiaría de política con respecto a las Casas Reales. El centralismo administrativo que impusieron en la Monarquía coincidía con la idea de simplificación de las Casas, por lo que siguieron la misma política que le habían dejado los últimos monarcas de la dinastía Austria: control de los gastos de la Casa de Borgoña y supresión de la de Castilla.  El 15 de julio de 1701, los criados que habían sido expulsados del servicio en la Casa de Borgoña presentaban un memorial en el que –basándose en las reformas de 1631- recordaban al nuevo monarca que los tuviera en cuenta a la hora de producirse suplencias, mientras se reducía, aún más, el presupuesto de la Casa de Castilla. De nada sirvió que los ministros de ésta última presentasen la relación de gastos e ingresos, ni que se recordase la importancia que había tenido en la constitución de la Monarquía hispana, porque, en 1718, Alberoni elaboraba un nuevo proyecto para su supresión. La caída política del cardenal italiano y la reacción del “partido español” que apoyó al nuevo monarca, Luis I (1724), impidieron que se ejecutara la reforma. No obstante, la vuelta al trono de Felipe V y el inicio de las reformas económicas, que culminaron con las del marqués de la Ensenada ya en el reinado de Fernando VI, ejecutaron el viejo proyecto que duraba más de un siglo y que había convertido a la Casa de Borgoña en la del monarca hispano.